Es un mito considerar que las habilidades en oratoria son
exclusivas de un reducido número de personas, que son difíciles de emular y
mucho menos de igualar. También se hace referencia a otros cuatro mitos relacionados con la excelencia en
la oratoria. La realidad en torno a la naturaleza de los expositores de alta
calidad es que se hacen. Ningún expositor será capaz de lucirse sólo a punta de
labia, es decir, sin práctica, sin auto-crítica, sin asesoramiento y sin una
concienzuda preparación. Un observador agudo sabrá distinguir rápidamente entre
un simple hablante sin argumentos, armado de mera pirotecnia verbal y un argumentador que utiliza
buenas técnicas de persuasión. Esto último tiene mucho que ver con una
armoniosa combinación de conocimientos, energía, conciencia del público,
originalidad y seducción. No se improvisa sin pagar un alto precio por ello.
Un segundo mito consiste en presumir que los
expositores-estrella tienen una memoria portentosa, que todo lo tienen bajo
control. Error. Hay muchas situaciones inesperadas que el expositor debe
sortear con naturalidad y espontaneidad. Sí, naturalidad y espontaneidad son
herramientas de gran poder, pero es preciso saber utilizarlas para no caer en
la improvisación. A los públicos les encanta la espontaneidad, el comentario
sorpresivo, aquello que suele llamarse “romper el libreto”, pero no se debe
abusar de esta situación ni confiarse demasiado.
Dominio del tema e interacción exitosa con los públicos no
equivalen, por tanto, a seguir al pie de la letra el guión, a la rigidez y a la
perfección. Estos supuestos requerimientos, por lo general, intimidan a los expositores
menos expertos y abonan el terreno para aquello que se conoce como el “pánico
escénico”. Se generan visualizaciones negativas y tortuosas antes y durante la
situación de exposición y el menos experto termina por sucumbir a los efectos
de la auto-conciencia (¡me están mirando! ¡me están criticando! ¡estoy haciendo
el ridículo!). Los oradores de alto desempeño, por el contrario, aprenden que
la inspiración viene detrás de la preparación y que las chispas del ingenio y
el apunte certero flotan a su alrededor cuando se combinan hábilmente las
técnicas respiratorias, vocales, gestuales y retóricas.
Un tercer mito, muy arraigado en los viejos maestros de las
instituciones universitarias, consiste en afirmar que es mucho más importante
aquello que se dice —la sustancia— y no la forma en que se comunica —la
envoltura, el toque estilístico—. Nada más alejado de la realidad. El humor, el
lenguaje gráfico, la experiencia directa, la variación tonal y la descripción
exacta de una situación tienen un efecto potentísimo en el ánimo y en la mente
de la audiencia. La información descarnada, cuadriculada y desaliñada no seduce
a ningún público de estos días. El preguntarse cómo se comunicará algo es tan
esencial como la esencia misma. Muchos relatos, muchos conocimientos se habrían
extraviado con el paso de los siglos de no ser porque alguna mente inquieta o
traviesa resolvió algún día darles un “toque” especial.
Otro mito muy extendido, que impide a muchos líderes y
oradores alcanzar el grado de excelencia, consiste en la errónea suposición de
que el silencio y las pausas demuestran confusión, pérdida del control y
nerviosismo. Por autosuficiencia o mal entrenamiento, estas personas suelen
emitir un discurso apresurado y a veces desbocado con la intención de mostrar
que se tiene plena autoridad sobre el tema, o que la rápida sucesión de ideas
brillantes provocará admiración y adhesión. No hay tal. La mejor comida puede
indigestar a cualquiera. En varias ocasiones he asistido a charlas de personas
expertas en su campo, estudiosas y muy bien preparadas que desconocen por
completo la poderosísima técnica de las pausas calculadas. Se fatigan
innecesariamente y fatigan a su público al servirles el desayuno, el refrigerio
y la comida a la vez. Desde luego, ignoran que la pausa permite reflexionar en
lo que se acaba de decir y en lo que se dirá después. El efecto “mágico” de la
pausa contribuye en gran medida a alcanzar el gran propósito de cualquier
presentación efectiva: retener y refrescar la frágil atención del público.
Finalmente, subsiste el mito de la “actuación”. “¿Cómo que
debo actuar, si estaría dejando de ser yo mismo?”, alegan los inexpertos.
Resulta que la situación de exposición es una pose, una manera de estar, tal
como ocurre cuando asistimos a una fiesta de gala o a una de disfraces. Sí, no
cabe duda: debemos aprender ciertos trucos de presentación que, a primera
vista, podrán parecernos excesivos o fingidos, pero los líderes y expositores
de primera categoría han aprendido que la percepción del público es muy
diferente. Para el auditorio, estas personas con gestualidad enérgica proyectan
algo que necesitamos inculcar con urgencia en los empleados de nuestras
compañías: pasión, capacidad de comunicación y alto compromiso.
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